La llegada inesperada de 300 inmigrantes subsaharianos a Calella, un municipio cercano a Barcelona, ha generado sorpresa y preocupación entre los vecinos y las autoridades locales. Los recién llegados son todos hombres que desembarcaron en pateras en Canarias, fueron trasladados a Cataluña y alojados en hoteles locales por la Cruz Roja como parte de su programa de acogida. Según informaron, han solicitado asilo y serán reubicados gradualmente en las próximas semanas tras un análisis individual de sus casos.
El alcalde de Calella, Marc Buch, expresó su descontento en declaraciones a Catalunya Radio, subrayando la presión que esta llegada supone para un municipio de apenas 20.000 habitantes. «La sanidad y los servicios sociales se ven muy tensionados con un incremento tan repentino de población», señaló Buch, quien históricamente ha mostrado sensibilidad hacia temas relacionados con la seguridad y la inmigración ilegal.
Vecinos de Calella utilizaron las redes sociales para compartir su indignación y destacando que los inmigrantes han sido alojados en hoteles como el Terramar y el Garbí sin previo aviso. Además, criticaron la falta de información y el traslado nocturno de los inmigrantes por parte de la Cruz Roja. Buch recordó que Calella ha demostrado ser un municipio solidario, como sucedió en 2022 cuando recibió a refugiados ucranianos, algunos de los cuales se han establecido de manera permanente en la localidad. Sin embargo, alertó: «No queremos que se rompan las costuras de nuestra capacidad de acogida».
Este mismo año, Tossa de Mar vivió una situación similar cuando el Gobierno decidió alojar temporalmente a centenares de inmigrantes en un hotel de cuatro estrellas. Al igual que en Calella, esta medida generó indignación entre los habitantes y las autoridades locales, que denunciaron la falta de comunicación previa.
El Ayuntamiento de Calella ha exigido al Gobierno la reubicación de los inmigrantes en un plazo máximo de una semana, mientras persisten las críticas por la ausencia de diálogo. La llegada masiva pone de nuevo sobre la mesa la necesidad de planificar mejor las políticas de acogida para evitar tensiones en pequeñas localidades que, pese a su solidaridad, enfrentan limitaciones estructurales.